Muchas historias empiezan con el tradicional
«había una vez», pero la mayoría de ellas terminan en un «felices para siempre». Bueno, la que te revelo a continuación es un
poco diferente y tal vez, sólo tal vez, mucho más interesante. Se dice de un hombre de un pueblo remoto. Un
marionetista, un constructor de ideas que buscaba con sus obras hallar la
perfección. Se dice que una noche, mientras contemplaba la que consideraba como
la única perfección del mundo suspendida en el más brillante cielo estrellado,
se le ocurrió una idea, una idea que daría un vuelco a su vida.
Resulta que, a pesar de que era un
hombre bien conocido y admirado por la belleza de sus obras, era una persona
que vivía y muy seguramente moriría en soledad. Por este motivo decidió
construir una marioneta, una muñeca que, a diferencia de las demás, tuviera
vida propia y que no se conformara con ser hermosa sino que fuera lo que
siempre había querido: perfecta. Así pues, tomó sus mejores herramientas, su
mejor porcelana, su mejor tela y empezó a fabricar su muñeca. Trabajó día y
noche, noche y día, durante siete meses y a la tercera noche del séptimo mes
dio por terminada su obra.
El resultado fue la más hermosa
muñeca que se pueda imaginar, ninguna descripción sería lo suficientemente
certera, pero lo más maravilloso de ella es que, créase o no, estaba viva.
Debido al inmenso amor que el marionetista puso en su obra, su deseo fue
concedido. Cada vez que cinceló,
esculpió, tejió y pintó, fue imprimiéndole vida a la muñeca. Y es que el
potencial humano no tiene límites, y caprichoso es el destino.
Gentilmente, el marionetista colocó
a la muñeca en una silla y esperó a que despertase, pero antes de que ésta
acabara de abrir totalmente sus ojos azules, se percató de algo que le afectó
terriblemente. Lo que segundos antes había considerado hermoso ahora le
repugnaba y horrorizaba. Una pestaña había quedado en un ángulo erróneo, ¡qué
cosa tan espantosa le resultaba aquello!
El amor le había dado vida, el perfeccionismo vano se la arrebataría. El hombre, decepcionado de sí mismo, pensó en
destruir con su martillo a la recién nacida muñeca pero cuando se inclinó hacia
ella, decidido a acabarla, ésta abrió los ojos totalmente y se le quedó
mirando. Por un momento el hombre se horrorizó. Esa mirada era demasiado real,
demasiado humana. No podía hacerlo. Es decir, esa cosa era imperfecta,
horrorosa ante sus ojos, pero no podía destruirla. No hasta saber cuán viva estaba.
El marionetista sabía que la
muñeca vivía, una mirada así no podía provenir de un ser inerte, pero no estaba
seguro de hasta qué punto. Por lo tanto, al escuchar que de sus labios y
garganta salía la palabra “padre” como una súplica incesante, profirió un grito
aterrador –a tal punto de que si hubiera tenido vecinos ellos habrían ido
corriendo a ver qué le sucedía– y se alejó de un salto. El hombre estaba muerto de miedo y el hecho
de que esa cosa, repugnante en su imperfección, se bajara de su asiento y caminara
hacia él, no ayudaba a calmarlo. Extendía sus brazos como si quisiera agarrarle
y no dejaba de murmurar “padre, padre”. Fue entonces cuando supo lo que tenía que
hacer. Si no podía destruir a aquel monstruo imperfecto tendría que, por lo
menos, deshacerse de él. Así pues, ágilmente tomó un saco de tela que tenía a
su alcance y atrapó a la muñeca. Y mientras ésta gimoteaba y le llamaba
desesperadamente con aquel apelativo tan espantoso, el hombre corrió hacia el
bosque, se internó en él y abandonó a la muñeca a su suerte.
¿Fin? No precisamente. Pasaban los días y el marionetista estaba
cada vez más neurótico y nervioso. Se veía terriblemente demacrado, asustado. Y
es que a pesar de que ya habían pasado varias semanas desde el horripilante
acontecimiento y de que, como un obsesivo se cercioraba cada noche de asegurar el
cerrojo de cada ventana, puerta y resquicio de su casa, el hombre escuchaba
todas las noches un gimoteo y una voz que le llamaba, desde todas y ninguna
parte, diciendo “padre, padre”…
Si tiene moraleja o no esta
historia, si es digna de contarse o si posee un buen o mal, feliz o tétrico
final, será algo que tú decidirás. Pero
en mi humilde opinión, el marionetista tuvo un único consuelo: ya nunca más estaría
solo.
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