8 de noviembre de 2011

Mis extrañas historias XV

Junio 13, 2011

Muchas historias empiezan con el tradicional «había una vez», pero la mayoría de ellas terminan en un «felices para siempre».  Bueno, la que te revelo a continuación es un poco diferente y tal vez, sólo tal vez, mucho más interesante.  Se dice de un hombre de un pueblo remoto. Un marionetista, un constructor de ideas que buscaba con sus obras hallar la perfección. Se dice que una noche, mientras contemplaba la que consideraba como la única perfección del mundo suspendida en el más brillante cielo estrellado, se le ocurrió una idea, una idea que daría un vuelco a su vida.

Resulta que, a pesar de que era un hombre bien conocido y admirado por la belleza de sus obras, era una persona que vivía y muy seguramente moriría en soledad. Por este motivo decidió construir una marioneta, una muñeca que, a diferencia de las demás, tuviera vida propia y que no se conformara con ser hermosa sino que fuera lo que siempre había querido: perfecta. Así pues, tomó sus mejores herramientas, su mejor porcelana, su mejor tela y empezó a fabricar su muñeca. Trabajó día y noche, noche y día, durante siete meses y a la tercera noche del séptimo mes dio por terminada su obra.
El resultado fue la más hermosa muñeca que se pueda imaginar, ninguna descripción sería lo suficientemente certera, pero lo más maravilloso de ella es que, créase o no, estaba viva. Debido al inmenso amor que el marionetista puso en su obra, su deseo fue concedido.  Cada vez que cinceló, esculpió, tejió y pintó, fue imprimiéndole vida a la muñeca. Y es que el potencial humano no tiene límites, y caprichoso es el destino.

Gentilmente, el marionetista colocó a la muñeca en una silla y esperó a que despertase, pero antes de que ésta acabara de abrir totalmente sus ojos azules, se percató de algo que le afectó terriblemente. Lo que segundos antes había considerado hermoso ahora le repugnaba y horrorizaba. Una pestaña había quedado en un ángulo erróneo, ¡qué cosa tan espantosa le resultaba aquello!  El amor le había dado vida, el perfeccionismo vano se la arrebataría.  El hombre, decepcionado de sí mismo, pensó en destruir con su martillo a la recién nacida muñeca pero cuando se inclinó hacia ella, decidido a acabarla, ésta abrió los ojos totalmente y se le quedó mirando. Por un momento el hombre se horrorizó. Esa mirada era demasiado real, demasiado humana. No podía hacerlo. Es decir, esa cosa era imperfecta, horrorosa ante sus ojos, pero no podía destruirla. No hasta saber cuán viva estaba.

El marionetista sabía que la muñeca vivía, una mirada así no podía provenir de un ser inerte, pero no estaba seguro de hasta qué punto. Por lo tanto, al escuchar que de sus labios y garganta salía la palabra “padre” como una súplica incesante, profirió un grito aterrador –a tal punto de que si hubiera tenido vecinos ellos habrían ido corriendo a ver qué le sucedía– y se alejó de un salto.  El hombre estaba muerto de miedo y el hecho de que esa cosa, repugnante en su imperfección, se bajara de su asiento y caminara hacia él, no ayudaba a calmarlo. Extendía sus brazos como si quisiera agarrarle y no dejaba de murmurar “padre, padre”. Fue entonces cuando supo lo que tenía que hacer. Si no podía destruir a aquel monstruo imperfecto tendría que, por lo menos, deshacerse de él. Así pues, ágilmente tomó un saco de tela que tenía a su alcance y atrapó a la muñeca. Y mientras ésta gimoteaba y le llamaba desesperadamente con aquel apelativo tan espantoso, el hombre corrió hacia el bosque, se internó en él y abandonó a la muñeca a su suerte.

¿Fin?  No precisamente.  Pasaban los días y el marionetista estaba cada vez más neurótico y nervioso. Se veía terriblemente demacrado, asustado. Y es que a pesar de que ya habían pasado varias semanas desde el horripilante acontecimiento y de que, como un obsesivo se cercioraba cada noche de asegurar el cerrojo de cada ventana, puerta y resquicio de su casa, el hombre escuchaba todas las noches un gimoteo y una voz que le llamaba, desde todas y ninguna parte, diciendo “padre, padre”…


Si tiene moraleja o no esta historia, si es digna de contarse o si posee un buen o mal, feliz o tétrico final, será algo que tú decidirás.  Pero en mi humilde opinión, el marionetista tuvo un único consuelo: ya nunca más estaría solo.


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