El color del esmalte de las uñas con las que se tocaba los labios era morado berenjena. Se proyectaba de una linda manera en el espejo del tocador. Pero ahora lo que tocaban sus dedos no eran sus labios, sino su cuello. Recorrían suavemente la línea de su clavícula y dibujaban, como un ciego lee su libro escrito en braille, cada trazo del dige de su collar.
Se preguntarán en qué pensaba. O más bien, en quién pensaba. El sentido común direcciona su pensamiento a los brazos del amante que pronto regresará o que se acaba de marchar, ¿no es verdad? En los recuerdos de sucesos pasados o, incluso, en los anhelos de momentos futuros. Pero esto no se trata de lo que el sentido común indique, puesto que, en lo que pensaba estaba muy lejos de lo que la gente común pudiese imaginar. Aquella del esmalte morado berenjena pensaba en la muerte.
La Muerte. Sí. Ella pensaba en la muerte. Con delirio, con deseo. La añoraba más que a nada en este mundo ¿Ó pensaba, acaso, en El Ángel de la Muerte? Hmmm… digamos que pensaba en los dos. En uno más que en otra, pero en los dos. Con delirio, con deseo, sus dedos recorrían su clavícula, y agarraban mechones de su rojizo cabello y jugueteaban con ellos, formando bucles entre sus dedos índice y pulgar. Pero aunque sus dedos con uñas morado berenjena cambiaban de lugar, sus pensamientos permanecían constantes.
Repentinamente, El Ángel de la Muerte escuchó, o más bien, vio su latente llamado y lentamente, apasionadamente la tomó en sus brazos y la llevó consigo, no sin antes haber depositado el último y más exquisito beso sobre sus labios rojo carmesí.
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