Ayer fui al parque de las inmundicias a dejar un pequeño objeto. Lo envolví en una manta y salí corriendo, para que nadie me viera, como si estuviera huyendo. Y no huyo, ténlo por seguro, tan solo quería evitar la pregunta sobre mi destino. Y es que nadie dice en voz alta que se dirige a ese sitio, aunque casi todas las personas de esta ciudad hayan dejado allí más de una inmundicia.
Es un triste lugar, lleno de desperdicios. Debajo del sobre del corrupto puedes ver las huellas del asesino, y al lado de los escombros y la mierda a la que a alguien enviaron, se alcanza a entrever más de un sueño roto. Hay inmundicias grandes, inmundicias pequeñas, inmundicias olorosas y otras casi imperceptibles. Alguien arrojó un pedazo de su tiempo, dándolo por perdido, y otro alguien renunció a sus recuerdos felices, embadurnándolos con mentiras. Hay inmundicias dolorosas y otras que casi ni se sienten, hay inmundicias evidentes y otras que no lo parecen, vaya uno a saber cómo llegaron ahí.
Espero que algún día, ya cansada de todo, pases por este parque maldito, que nadie menciona en voz alta, y mientras arrojas ésa, tu perfecta vida, veas la inmundicia que yo arrojé: el futuro que prometiste y que nunca fue.
No somos culpables de lo que nos correspondió vivir, pero sí somos responsables de lo que hacemos con eso.
2 de mayo de 2016
El parque de las inmundicias
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