Como el mar. Como el viento otoñal que agita gentilmente las copas de los árboles. Como el rocío y la suave claridad de las madrugadas y los atardeceres. Así se sentía. Lo que experimentaba era una libertad suprema, absoluta inimaginable. Era la sensación más agradable que Eleonor creía haber experimentado. Creía, no aseguraba. Y es que cuando te despiertas un día como cualquier otro y te das cuenta que no tienes memorias nunca puedes estar seguro. Así que, no teniendo otro recuerdo al que compararse, sí, era la mejor sensación que Eleonor había experimentado jamás. Se sentía bien, feliz, confiada, libre. Como si fuera nueva en el mundo, como si lo descubriera por primera vez.
Eleonor se levantó. Estaba acostada, al parecer, en la punta del mundo. Empezó a caminar – ¿Por dónde? No tengo idea, pero caminaba –Empezó a observar – ¿Qué? –paredes blancas. De hecho, todo era blanco excepto sí misma, o eso creía. A medida que Eleonor caminaba las paredes blancas iban cambiando. Formas aparecían, colores se divisaban, escenas se veían, como en una galería. Yo las veía, Eleonor no. Con su visión periférica ella captaba algún cambio a sus espaldas pero cada vez que daba la vuelta, intentando ver algo, se encontraba de nuevo con el embriagador blanco. ¿O era azul? No. Blanco. Aún así, Eleonor no tenía miedo. Ella tomó la inteligente resolución de continuar caminando. Si las figuras no querían mostrarse ante ella, ella no las obligaría. Así pues, Eleonor siguió caminando hacia y por el blanco infinito, dejando a su espalda multiplicidad de color y diferencia.
Se detuvo frente a una pared. Blanca, por supuesto. Algo en ella le hacía querer contemplarla, embelesada como estaba, por una eternidad. Dudosa pero igualmente feliz, más bien, expectante acercó poco a poco su mano a la pared, pero cada vez que su mano se acercaba, la pared retrocedía, ¿o era acaso que ella entraba en la pared? ¿Era aquello una pared? En un momento cualquiera, no sé cuál exactamente, la pared dejó de retroceder y el paisaje cambió. Ahora todo era negro. Aún así, Eleonor no tenía miedo.
A medida que caminaba por el negro infinito líneas y formas iban apareciendo a sus pies, en el suelo. Esas sí las podía ver. En lugar de dejar formas y colores a su espalda, Eleonor dejaba ahora paredes blancas. Pero, al igual que antes, cuando volvía la vista, desaparecían y se encontraba mirando al negro infinito. Eleonor sintió deseos de correr. No por miedo sino por fascinación. Quería saber qué había más allá del blanco y el negro. Más allá de sí misma.
Eleonor corrió y anticipándosele las figuras empezaron a formarse delante de ella con cada pisada suya. En un momento determinado –sigo sin saber en cuál exactamente –el paisaje cambió. Volvía a ser blanco pero ahora había marcos de madera en las paredes, plateados, enmarcando el negro y el blanco infinito. Los dos al mismo tiempo.
Eleonor empezó a caminar, despacio, y vio una pared, otra pared, que a diferencia de las otras tenía un marco dorado. Ese marco no adornaba al blanco y negro tan conocido sino al invisible transparente – ¿o al transparente invisible? –y cuando Eleonor se acercó, cambió. Lo que Eleonor veía era diferente a todo lo que había visto ya. Era una silueta. Era un reflejo. Estaba parada frente a un espejo.
El reflejo era todo y nada al tiempo, invisible y visible, real e inexistente. Todo en uno y nada en todo, era pero no era, estaba pero no estaba. Y por primera vez, Eleonor tuvo miedo. De sí misma, de todo lo demás. Eleonor retrocedió y como acto reflejo el espejo la siguió. Asustada, Eleonor se dio la vuelta y echó a correr. Y cuando lo hizo las paredes y los marcos cambiaron, como solían hacer, por espejos. Montones de ellos. Grandes, pequeños, cuadrados, redondos. Aunque Eleonor corría lo más rápido que podía había espejos por donde quiera que mirara. Era la peor sensación que había experimentado jamás, estaba segura. Eleonor supo entonces lo que era el sonido, lo que era un grito. En ese instante cerró los ojos y escuchó:
“¿Eres tú quien se refleja en el espejo, o es el espejo el que se refleja en ti?”
“¿Es acaso ese tu reflejo, o eres tú acaso el reflejo?”
“¿Eres tú quien sueña el sueño, o es el sueño el que te sueña a ti?”
Eleonor no quiso escuchar más, también estaba asustada de eso. Lo único que podía hacer era correr, correr. Corrió tanto por tantos espejos con paredes, paredes con espejos, negro con color, color con negro, blanco con nada, nada con negro…, que llegó al comienzo, a la punta del mundo. Y las paredes dejaron de convertirse en espejos. Pero aún así, Eleonor tenía miedo. Entonces, estando en su comienzo Eleonor decidió ponerle fin. Se acostó de nuevo y cerró los ojos, tratando de olvidar el color, las líneas, la forma, el negro y el blanco. Pero más que nada, tratando de olvidarse a sí misma.