Desde ayer me he sentido extraña. No sé si estoy cansada. No sé si estoy triste. No me siento pesada. O, más bien, no me siento en absoluto. Siento que, si sigo escribiendo estas líneas, me va a doler la cabeza. Presiento el dolor, justo encima de mi ceja izquierda. Así que, tal vez, sí me siento un poco.
No me siento particularmente dramática. Creo que oscilo, en este momento, entre la melancolía y la nada. Miento, no hay melancolía, es una oscilación entre un tono plano de nada y una gama más oscura. Creo que es un tema de aburrimiento. Durante todo este tiempo he tenido días buenos. Tanto así que ni necesidad de escribir he sentido. Triste, sí, recurrir a las palabras sólo en tiempos de necesidad. ¿Dónde queda el placer? ¿La creación por simple y puro deleite? Se ha perdido, ocultado en privilegio de la dulce rutina del descanso.
Quiero probarme a mí misma que no necesito la tristeza para escribir, que es una cuestión de disciplina, que también sé cómo plasmar la alegría y la calma. El otro día, revisando un cuaderno, encontré que me había propuesto para este nuevo año retomar mi ritmo de lectura y escritura. ¡Oops! Haberlo encontrado antes. Me quedan 6 meses.